
Saludé al autobusero y le di las monedas exactas para
costear el precio del trayecto. Estaba completamente vacío, pero caminé hasta
el fondo, donde siempre me gustaba sentarme. Daba igual lo amplio que fuera un
sitio, yo siempre escogía el lugar más aislado, para que nadie me viera… para
que nadie hablara de mí o se espantase. Sé que llevo siendo una carga para este
mundo desde el primer momento en el que nací, pese a ello, no tengo el valor
suficiente para quitarme la vida, así que me mantengo alejado de los demás para
no perjudicarles.
Apoyé el codo derecho en el marco de la ventana y reposé mi
cabeza sobre mi mano. Observaba el paisaje nocturno que me ofrecía el mundo,
excepto cuando pasaba alguien cerca del autobús. Cuando eso ocurría fingía que
me rascaba los ojos o la nariz. No importaba qué, siempre y cuando mis manos
ocultaran mi cara, no quería que alguien se viera incapaz de dormir cómodamente
por causa de la visión de mi persona. Mejor así. Aunque por estar mucho rato
rascándome acabase haciéndome sangre, siendo por un bien hacia los demás, todo
estaba justificado.
El vehículo arrancó y yo suspiré. Era agradable que no
hubiera nadie más. Serían veinte minutos de viaje maravillosos en los que no
tendría que preocuparme de nada que no fuera admirar el cielo estrellado y la
brillante Luna que colgaba en la bóveda como un sofisticado adorno en un telar
de ébano.
De repente, mi olfato detectó algo fuera de lo común. Un
hedor pútrido asaltó a mi pituitaria. Revisé las ventanas colindantes. Estaban
cerradas. Sin embargo, no era cuestión de usar la nariz, sino los ojos. En
cuanto volví a mirar a través de la ventana en la que depositaba delicadamente mi
cabeza, un reflejo me sobresaltó.
Era como verse a uno mismo con un avanzado estado de
descomposición, como ver el funesto futuro que nos depara. Un escalofrío viajó
arañando toda mi espina dorsal. Pero no grité. Antes de guiarme por las
reacciones instintivas, yo analizo escrupulosamente la información que me rodea.
Su mirada, fuera lo que fuera, no transmitía amenaza alguna. Así que me calmé y
volví al contacto visual recíproco.
-Vaya, has tardado más
de lo que pensaba en darte cuenta de mi presencia.
-¿Quién eres?
-¿A pesar de la
evidente imagen no te haces una idea de quién puedo ser?
Negué con la cabeza.
-Yo soy tu interior.
La frase me desconcertó brutalmente. Uno no vive todos los
días una experiencia semejante. Tras una interesante charla me aclaró las
cosas. No era un gemelo malvado, un fantasma ni nada por el estilo. Hace
tiempo, sin un origen completamente exacto, esa ventana en concreto se impregnó
de una extraña magia. Con el paso de los años, el cristal iba absorbiendo las malas
energías que desprendían los pasajeros que se sentaban al lado, tales como
pesimismo, depresión, ansiedad, estrés, etc. Cuando se llenó lo suficiente, su
magia cambió y era capaz de reflejar el interior de aquel que se pusiera enfrente.
Cuanto peor aspecto tuviera el reflejo, más oscuridad albergaba el reflejado
dentro de sí.
Fue tal la sorpresa que me llevé al ver lo horrendo que era
por dentro que le pedí consejo. Este, alegre al saber que quería poner una
solución, me aconsejó que me desprendiera de todo aquello que no me gustase de mí mismo, aunque eso conllevara la desaprobación de alguien de mis círculos.
Asimismo, me propuso que mirara la vida desde otro punto de vista, que el
ambiente catastrofista siempre estaría vigente, pero no por recordarlo en mi mente hora tras hora arreglaría algo, así que debería despreocuparme un poco y
vivir de verdad. Por último, me sugirió que, siempre que pudiera, me sentara en
esta cristalera para que me desahogara de todo lo malo que recientemente me
hubiese ocurrido, ya que, de lo contrario, si me lo guardase, la putrefacción
de mi interior continuaría de forma irremediable.

Y así fue. Meses después, con mi reflejo completamente
embellecido, hice una última visita. Quería agradecerle todo lo que había hecho
por mí. Sabía que era un trozo de vidrio hechizado y nada más, pero, aun así,
había sido el factor primario que me había hecho aprender una importante
lección:
El horror que concibes sobre tu persona no le afecta a nadie
excepto a ti únicamente.
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