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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Parada

Por fortuna llegué a tiempo para el último autobús de la noche. Si hubiera tardado un solo minuto más en llegar a la estación, habría tenido que dormir en algún banco, a kilómetros de distancia de mi hogar.

Saludé al autobusero y le di las monedas exactas para costear el precio del trayecto. Estaba completamente vacío, pero caminé hasta el fondo, donde siempre me gustaba sentarme. Daba igual lo amplio que fuera un sitio, yo siempre escogía el lugar más aislado, para que nadie me viera… para que nadie hablara de mí o se espantase. Sé que llevo siendo una carga para este mundo desde el primer momento en el que nací, pese a ello, no tengo el valor suficiente para quitarme la vida, así que me mantengo alejado de los demás para no perjudicarles.

Apoyé el codo derecho en el marco de la ventana y reposé mi cabeza sobre mi mano. Observaba el paisaje nocturno que me ofrecía el mundo, excepto cuando pasaba alguien cerca del autobús. Cuando eso ocurría fingía que me rascaba los ojos o la nariz. No importaba qué, siempre y cuando mis manos ocultaran mi cara, no quería que alguien se viera incapaz de dormir cómodamente por causa de la visión de mi persona. Mejor así. Aunque por estar mucho rato rascándome acabase haciéndome sangre, siendo por un bien hacia los demás, todo estaba justificado.

El vehículo arrancó y yo suspiré. Era agradable que no hubiera nadie más. Serían veinte minutos de viaje maravillosos en los que no tendría que preocuparme de nada que no fuera admirar el cielo estrellado y la brillante Luna que colgaba en la bóveda como un sofisticado adorno en un telar de ébano.

De repente, mi olfato detectó algo fuera de lo común. Un hedor pútrido asaltó a mi pituitaria. Revisé las ventanas colindantes. Estaban cerradas. Sin embargo, no era cuestión de usar la nariz, sino los ojos. En cuanto volví a mirar a través de la ventana en la que depositaba delicadamente mi cabeza, un reflejo me sobresaltó.

Era como verse a uno mismo con un avanzado estado de descomposición, como ver el funesto futuro que nos depara. Un escalofrío viajó arañando toda mi espina dorsal. Pero no grité. Antes de guiarme por las reacciones instintivas, yo analizo escrupulosamente la información que me rodea. Su mirada, fuera lo que fuera, no transmitía amenaza alguna. Así que me calmé y volví al contacto visual recíproco.

-Vaya, has tardado más de lo que pensaba en darte cuenta de mi presencia.

-¿Quién eres?

-¿A pesar de la evidente imagen no te haces una idea de quién puedo ser?

Negué con la cabeza.

-Yo soy tu interior.

La frase me desconcertó brutalmente. Uno no vive todos los días una experiencia semejante. Tras una interesante charla me aclaró las cosas. No era un gemelo malvado, un fantasma ni nada por el estilo. Hace tiempo, sin un origen completamente exacto, esa ventana en concreto se impregnó de una extraña magia. Con el paso de los años, el cristal iba absorbiendo las malas energías que desprendían los pasajeros que se sentaban al lado, tales como pesimismo, depresión, ansiedad, estrés, etc. Cuando se llenó lo suficiente, su magia cambió y era capaz de reflejar el interior de aquel que se pusiera enfrente. Cuanto peor aspecto tuviera el reflejo, más oscuridad albergaba el reflejado dentro de sí.

Fue tal la sorpresa que me llevé al ver lo horrendo que era por dentro que le pedí consejo. Este, alegre al saber que quería poner una solución, me aconsejó que me desprendiera de todo aquello que no me gustase de mí mismo, aunque eso conllevara la desaprobación de alguien de mis círculos. Asimismo, me propuso que mirara la vida desde otro punto de vista, que el ambiente catastrofista siempre estaría vigente, pero no por recordarlo en mi mente hora tras hora arreglaría algo, así que debería despreocuparme un poco y vivir de verdad. Por último, me sugirió que, siempre que pudiera, me sentara en esta cristalera para que me desahogara de todo lo malo que recientemente me hubiese ocurrido, ya que, de lo contrario, si me lo guardase, la putrefacción de mi interior continuaría de forma irremediable.

Por tanto, seguí estas tres recomendaciones al pie de la letra. Y, conforme los días transcurrían, al reflejarme nuevamente en el ventanal, empecé a fijarme en que la podredumbre remitía, que estaba cobrando vida. La no-muerte de su esencia se desvanecía y volvía a recuperar el destello que toda persona ha de tener.

Y así fue. Meses después, con mi reflejo completamente embellecido, hice una última visita. Quería agradecerle todo lo que había hecho por mí. Sabía que era un trozo de vidrio hechizado y nada más, pero, aun así, había sido el factor primario que me había hecho aprender una importante lección:

El horror que concibes sobre tu persona no le afecta a nadie excepto a ti únicamente.

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