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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

martes, 11 de febrero de 2014

Microdemencia: Azar

Ni a mi peor enemigo le habría mandado a este Instituto. No sé cómo el Gobierno pudo permitirlo, y tampoco sé por qué mis padres me enviaron hasta aquí. ¿Es que acaso sus procedimientos se desconocían fuera del recinto? No se me haría raro… Por nuestra parte, la del alumnado, no podíamos comentar a nadie ajeno al cuerpo docente las atrocidades que se cometían, o de lo contrario nos sentenciarán con un castigo mayor del habitual. Y creedme, ya de por sí los castigos diarios eran una pesadilla…

Dos dados, dos pequeños e inofensivos dados eran los causantes de nuestra profunda atiquifobia. Cuando alguno de nosotros fracasaba, los dos hexaedros rodaban sobre la mesa del profesor.

He de decir que no eran unos dados convencionales, pues en sus caras no había un determinado número de puntos, sino palabras, macabros vocablos… Uno venía con partes del cuerpo: extremidad, ojo, cabeza, genitales, mandíbula/uñas y abdomen. El otro con verbos: cortar, fresar, aplastar, arrancar, triturar y carbonizar.

Creo que ya tenéis una leve visión de lo que se hace con ellos… Cortar pierna, arrancar genitales, carbonizar abdomen, triturar ojo… No hay combinación mejor o peor, salvo la de la cabeza, aunque por suerte, si se puede denominar así, no suele salir esa cara del dado, pero eso no quita que se hayan dado cuantiosos castigos en los que el estudiante ha muerto.

Y, sin embargo, la pasividad del resto continuaba. No había salvación más que la de estudiar hasta provocarte un aneurisma cerebral, estudiar para saberlo todo, porque si no lo hacías… Un día estabas tranquila en clase y el profesor te preguntaba algo, podía ser desde un aspecto tan general como los elementos de la comunicación hasta algo tan absurdo como el peso molecular de la coriogonadotropina. Si no acertabas, el profesor te mandaba salir a la pizarra y sacaba de su cajón esos dados fatales. A partir de ahí sólo podías cruzar los dedos y prepararte para el insoportable dolor que se avecinaba.

Yo, de momento, podía sentirme afortunada. En los tres años que llevaba allí “únicamente” había perdido mi ojo derecho, por arrancamiento, y mi brazo derecho, que quedó reducido a cenizas tras la sofocante carbonización.

Pero eso ya terminó. Sí, seremos críos mutilados y amedrentados por el puño de la tiranía de esos profesores, de acuerdo, sin embargo, hasta la alimaña más asustadiza sabe cuándo ha de enseñar los dientes.

En mi clase no había ninguno que no hubiera sufrido alguna que otra amputación. Y eso era, a la vez, tanto el factor de nuestro temor como el de la sed de venganza. Estaba claro que el resto del mundo miraba a otro lado a la hora de insinuar las violentas torturas de mi Instituto, así que por esa regla de tres también haría oídos sordos si se iniciaba una… revuelta.

Al principio permanecimos dubitativos. Estábamos acostumbrados a acatar esa estúpida regla y no ofrecíamos resistencia alguna cuando procedían a triturarnos la mandíbula o a aplastarnos el abdomen. No obstante, eso cambió cuando el Día Zero llegó.

A las 9:45, justo en mitad de la clase, nos levantamos y nos abalanzamos contra el profesor sin compasión alguna. Fue muchísimo más fácil de lo que pensábamos a priori. Con unos pocos golpes en su cráneo el suelo se empapó de su sangre y no volvió a respirar.

A lo largo de la mañana continuamos haciendo lo mismo, matando a los sorprendidos profesores y reclutando a los entusiastas alumnos para la causa. Era fantástico ver sus rostros de sorpresa. ¿Nunca se habían replanteado esta posibilidad? ¿Jamás creyeron que llegaría un día en el que un alumno se cansara de regirse por unas normas estipuladas en un trozo arrugado de papel? En ese instante lo que menos importaba era que nos hubieran extraído partes de nuestro cuerpo, lo relevante era que nos habían amputado la libertad.

La justicia fue segando las vidas de todos y cada uno de ellos. Y tenían que agradecernos la clemencia que tuvimos, ya que les dimos muertes medianamente rápidas y probablemente indoloras. En cambio, no haríamos lo mismo con el Director… Para él habíamos guardado una idea bondadosa, la de compartir nuestra fortuna, aunque seguro que a él eso no le haría gracia.

Entramos en su despacho y ahí le vimos, sentado en su comodísima silla con los ojos totalmente abiertos. Mostramos nuestras manos, donde yacían incontables dados, y gritó sin parar, pidiendo algo que a nosotros no nos ofrecieron jamás:

Comprensión.

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