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Dos dados, dos pequeños e inofensivos dados eran los
causantes de nuestra profunda atiquifobia. Cuando alguno de nosotros fracasaba, los dos hexaedros rodaban sobre la mesa del profesor.
He de decir que no eran unos dados convencionales, pues en sus
caras no había un determinado número de puntos, sino palabras, macabros
vocablos… Uno venía con partes del cuerpo: extremidad, ojo, cabeza, genitales,
mandíbula/uñas y abdomen. El otro con verbos: cortar, fresar, aplastar,
arrancar, triturar y carbonizar.
Creo que ya tenéis una leve visión de lo que se hace con
ellos… Cortar pierna, arrancar genitales, carbonizar abdomen, triturar ojo… No
hay combinación mejor o peor, salvo la de la cabeza, aunque por suerte, si se
puede denominar así, no suele salir esa cara del dado, pero eso no quita que se
hayan dado cuantiosos castigos en los que el estudiante ha muerto.
Y, sin embargo, la pasividad del resto continuaba. No había
salvación más que la de estudiar hasta provocarte un aneurisma cerebral,
estudiar para saberlo todo, porque si no lo hacías… Un día estabas tranquila en
clase y el profesor te preguntaba algo, podía ser desde un aspecto tan general
como los elementos de la comunicación hasta algo tan absurdo como el peso
molecular de la coriogonadotropina. Si no acertabas, el profesor te mandaba
salir a la pizarra y sacaba de su cajón esos dados fatales. A partir de ahí
sólo podías cruzar los dedos y prepararte para el insoportable dolor que se
avecinaba.
Yo, de momento, podía sentirme afortunada. En los tres años
que llevaba allí “únicamente” había perdido mi ojo derecho, por arrancamiento,
y mi brazo derecho, que quedó reducido a cenizas tras la sofocante
carbonización.
Pero eso ya terminó. Sí, seremos críos mutilados y
amedrentados por el puño de la tiranía de esos profesores, de acuerdo, sin
embargo, hasta la alimaña más asustadiza sabe cuándo ha de enseñar los dientes.
En mi clase no había ninguno que no hubiera sufrido alguna
que otra amputación. Y eso era, a la vez, tanto el factor de nuestro temor como
el de la sed de venganza. Estaba claro que el resto del mundo miraba a otro lado
a la hora de insinuar las violentas torturas de mi Instituto, así que por esa
regla de tres también haría oídos sordos si se iniciaba una… revuelta.
Al principio permanecimos dubitativos. Estábamos
acostumbrados a acatar esa estúpida regla y no ofrecíamos resistencia alguna
cuando procedían a triturarnos la mandíbula o a aplastarnos el abdomen. No obstante,
eso cambió cuando el Día Zero llegó.
A las 9:45, justo en mitad de la clase, nos levantamos y nos
abalanzamos contra el profesor sin compasión alguna. Fue muchísimo más fácil de
lo que pensábamos a priori. Con unos pocos golpes en su cráneo el suelo se
empapó de su sangre y no volvió a respirar.
A lo largo de la mañana continuamos haciendo lo mismo,
matando a los sorprendidos profesores y reclutando a los entusiastas alumnos
para la causa. Era fantástico ver sus rostros de sorpresa. ¿Nunca se habían
replanteado esta posibilidad? ¿Jamás creyeron que llegaría un día en el que un
alumno se cansara de regirse por unas normas estipuladas en un trozo arrugado
de papel? En ese instante lo que menos importaba era que nos hubieran extraído
partes de nuestro cuerpo, lo relevante era que nos habían amputado la libertad.
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Entramos en su despacho y ahí le vimos, sentado en su
comodísima silla con los ojos totalmente abiertos. Mostramos nuestras manos,
donde yacían incontables dados, y gritó sin parar, pidiendo algo que a nosotros
no nos ofrecieron jamás:
Comprensión.
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