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Pero mis días de lujurioso hedonismo han llegado a su fin. Los ladrones se propagan como la Peste. Lo veo en sus miradas, sí, saben quién soy yo y la suma de dinero que tengo. Los comerciantes se relamen pensando que pueden estafarme. ¡No! Puedo vivir sin sus productos. También las mujeres, ahora se acercan más a mí. ¡Tampoco las necesito! Y el curandero del pueblo... El iluso cree que asegurando que tengo mal aspecto va a poder lucrarse con uno de esos macabros mejunjes que hace. ¡Ni por asomo! Estoy totalmente saludable, tan sólo un poco mareado.
Tengo que huir, sí, eso haré. ¿Pero dónde, dónde podría
esconder ese vistoso saco? Con sólo moverlo, con agitarlo delicadamente, el
breve tintineo de las monedas alertará a esas bestias sarnosas. Quieren mi
dinero, quieren arrebatármelo de mis manos gélidas y exánimes. ¡No lo lograrán!
En el bosque, enterrado bajo un árbol. No… Los brujos
bailarán mil aquelarres cuando uno de sus conjuros les revele dónde está
enterrado mi saco.
En el baúl de mis aposentos. No… Mi consejero entrará por la
noche y me clavará un puñal justo en el corazón para seguidamente marcharse
raudo con mi saco.
En los bancos de la gran ciudad. No… He de desconfiar hasta
de la mismísima Reina. Llegan días de crisis, no hace falta ser adivino para saber
que esas ratas usarán las cuantiosas sumas de dinero de estos depósitos para
mejorar sus filas en la batalla.
¿Dónde, entonces, podría asegurar mi oro? ¡Ya sé! Lo primero
que necesito son velas, muchas, puedo permitírmelo. Una pequeña pérdida para una
generosa ganancia. En cuanto consiga las suficientes, las encenderé y verteré
toda cera en un ancho cuenco.
Me quemaré los dedos repetidas veces. Sé que es un precio
que hay que pagar por tener prisa, pero es un sacrificio necesario. Desde mi
ventana puedo ver sus ojos buscando mis monedas, clavan sus afiladas uñas en el
cristal y los resquebrajan. Quieren entrar y eviscerarme. Están enfermos, sí,
eso es lo que les pasa…
Pero la Diosa Fortuna me dio mi salvación. Necesitan mi oro
porque lo ven, pero si aparento ser pobre no vendrán a por mí. En otras
palabras, simplemente tengo que hacer desaparecer mi dinero. No vale con
esconderlo… en el exterior. Por eso precisaba de tanta cera. Sí.

El sitio más difícil de abrir. Nadie sospechará que están
ahí. Sí… por siempre sellado, fuera de la vista de todos y delante de sus
propias narices. El lugar más seguro e inalcanzable jamás creado:
Mi estómago.
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