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Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 9 de febrero de 2014

Microdemencia: Riqueza

En esta época hasta la más simple de las monedas es un gran tesoro. Yo, por fortuna, me hallo en posesión de un gran saco de monedas de oro… En este asqueroso mundo infestado por enfermedades y agarrotado por guerras, yo soy maravillosamente poderoso.

Pero mis días de lujurioso hedonismo han llegado a su fin. Los ladrones se propagan como la Peste. Lo veo en sus miradas, sí, saben quién soy yo y la suma de dinero que tengo. Los comerciantes se relamen pensando que pueden estafarme. ¡No! Puedo vivir sin sus productos. También las mujeres, ahora se acercan más a mí. ¡Tampoco las necesito! Y el curandero del pueblo... El iluso cree que asegurando que tengo mal aspecto va a poder lucrarse con uno de esos macabros mejunjes que hace. ¡Ni por asomo! Estoy totalmente saludable, tan sólo un poco mareado.


Tengo que huir, sí, eso haré. ¿Pero dónde, dónde podría esconder ese vistoso saco? Con sólo moverlo, con agitarlo delicadamente, el breve tintineo de las monedas alertará a esas bestias sarnosas. Quieren mi dinero, quieren arrebatármelo de mis manos gélidas y exánimes. ¡No lo lograrán!

En el bosque, enterrado bajo un árbol. No… Los brujos bailarán mil aquelarres cuando uno de sus conjuros les revele dónde está enterrado mi saco.

En el baúl de mis aposentos. No… Mi consejero entrará por la noche y me clavará un puñal justo en el corazón para seguidamente marcharse raudo con mi saco.

En los bancos de la gran ciudad. No… He de desconfiar hasta de la mismísima Reina. Llegan días de crisis, no hace falta ser adivino para saber que esas ratas usarán las cuantiosas sumas de dinero de estos depósitos para mejorar sus filas en la batalla.

¿Dónde, entonces, podría asegurar mi oro? ¡Ya sé! Lo primero que necesito son velas, muchas, puedo permitírmelo. Una pequeña pérdida para una generosa ganancia. En cuanto consiga las suficientes, las encenderé y verteré toda cera en un ancho cuenco.

Me quemaré los dedos repetidas veces. Sé que es un precio que hay que pagar por tener prisa, pero es un sacrificio necesario. Desde mi ventana puedo ver sus ojos buscando mis monedas, clavan sus afiladas uñas en el cristal y los resquebrajan. Quieren entrar y eviscerarme. Están enfermos, sí, eso es lo que les pasa…

Pero la Diosa Fortuna me dio mi salvación. Necesitan mi oro porque lo ven, pero si aparento ser pobre no vendrán a por mí. En otras palabras, simplemente tengo que hacer desaparecer mi dinero. No vale con esconderlo… en el exterior. Por eso precisaba de tanta cera. Sí.

Todo listo. Exprimo el tiempo que le queda a la cera aún mientras sigue líquida por el calor y baño las monedas en ella. Tardo un poco, el saco tiene un tamaño respetable, pero finalmente termino con la última de ellas. Ahora sólo queda llevarlas al lugar apropiado. ¿Dónde? Es muy evidente.

El sitio más difícil de abrir. Nadie sospechará que están ahí. Sí… por siempre sellado, fuera de la vista de todos y delante de sus propias narices. El lugar más seguro e inalcanzable jamás creado:

Mi estómago.

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