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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Microdemencia: Primerizo

Estaba en un grave apuro. Acababa de aplicar un medicamento incorrecto a un paciente y este estaba convulsionando sin parar. Claramente era un shock multisistémico y dudaba de si se recuperaría. Me mordía las uñas mientras miraba expectante su dolorosa reacción.

Sonaría raro, pero deseaba con todas mis fuerzas que se muriera pronto. Comenzó a gritar, estaba perdido, con sus alaridos alertaría al equipo enfermero de los pasillos. No tuve más remedio que taparle la cara con la almohada. Convulsionó con aún más fuerza, pero el error ya se había cometido, ahora tenía que evitar a toda costa que se levantasen sospechas hacia mi persona, pese a que yo fuera el único culpable.

Finalmente, después de unos lentos segundos, el paciente dejó de moverse y de respirar. Ya había pasado lo peor. Lo que faltaba era disimular y salir de su habitación en cuanto no me viera nadie.

Por desgracia, justo al poner la mano sobre el pomo, este viró. Alguien iba a entrar. Reaccioné rápidamente y me escondí debajo de la cama, con los consiguientes arañazos en los brazos por el poco cuidado que puse. Iba a ver el cuerpo sin vida y probablemente no tardaría mucho tiempo en percatarse de que había alguien escondido. ¿Qué haría cuando llegase ese momento? A lo mejor, si hubiera comunicado el shock, el castigo no hubiera sido tan grave como ahora, que he ignorado al paciente y simplemente me he callado.

Fuera como fuera había un testigo en la habitación, el cual era un peligro potencial para mi trabajo. Así que, con todo el dolor de mi alma, tendría que proceder de igual forma que hice con aquel que se encontraba justo encima de mí: silenciándolo.

Esperé al momento oportuno en el que se distrajera contemplando el cadáver y tiré de sus tobillos. El golpe que se dio en la cabeza al caer fue de ayuda, ya que quedó inconsciente. Seguidamente cogí una silla y destrocé su cabeza con ella… Un homicidio más, y este con alevosía, la cosa se complicaba…

Arrastré el cuerpo debajo de la cama y me limpié la suciedad del pijama. Afortunadamente no se había manchado de sangre, por lo que podría salir de allí y seguir teniendo altas posibilidades de ser considerado inocente. O eso creía… No había nada a mi favor… El karma iba a por mí.

Una vez más el pomo giró. Sin poder regresar al escondite de antes, no tuve más remedio que ocultarme en el cuarto de baño y cruzar los dedos para que no me viera. Ver… ¡Diantres! Con este testigo sí que tendría que pensar rápido. No había limpiado aquellos restos de sangre, fragmentos craneales y trozos cerebrales.

Tragué saliva y me armé de valentía. Era la cirujana, que había acudido para informar del estado actual de la lista de espera para el implante hepático del paciente. ¿Qué tenía de especial? Era una gran compañera mía… Casi le iba a perdonar la vida, pero una testigo era una testigo, así que salté sobre ella y le lancé una oleada salvaje de puñetazos que le dislocaron la mandíbula y le trituraron la tráquea. No podía gritar, no podía respirar… Una tercera se añadía a mis antecedentes penales. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso no iban a dejar de venir personas? ¿Cuántos más tendría que matar? Envuelto en pura ansiedad nerviosa, comencé a dar vueltas por la habitación hasta que me quedé quieto enfrente de una de las paredes en la que colgaba un peculiar objeto que me sería de ayuda.

Me miré en el espejo de la habitación. ¡Eso era! ¡Ahí estaba el cabo que me faltaba por atar! Estaba silenciando a todos los testigos menos al primordial… Me acerqué al cristal y acaricié la superficie con mis dedos. Me agaché y recogí el bisturí de la difunta cirujana. Era hora de aplicar el silencio magno. Sin detenerme, desgarré mi cuello de un lado a otro. La sangre descendía como unas cortinas por mi pecho, aplicando preciosos matices carmesíes a mi pijama. Caí de rodillas, sonriente. No había llegado tarde, había conseguido romper la cadena. Todos callados, al fin…

Sin cuerpo no hay delito, pero sin culpable no hay remordimientos.

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