Sonaría raro, pero deseaba con todas mis fuerzas que se
muriera pronto. Comenzó a gritar, estaba perdido, con sus alaridos alertaría al
equipo enfermero de los pasillos. No tuve más remedio que taparle la cara con
la almohada. Convulsionó con aún más fuerza, pero el error ya se había
cometido, ahora tenía que evitar a toda costa que se levantasen sospechas hacia mi
persona, pese a que yo fuera el único culpable.
Finalmente, después de unos lentos segundos, el paciente
dejó de moverse y de respirar. Ya había pasado lo peor. Lo que faltaba era
disimular y salir de su habitación en cuanto no me viera nadie.
Por desgracia, justo al poner la mano sobre el pomo, este
viró. Alguien iba a entrar. Reaccioné rápidamente y me escondí debajo de la
cama, con los consiguientes arañazos en los brazos por el poco cuidado que
puse. Iba a ver el cuerpo sin vida y probablemente no tardaría mucho tiempo en
percatarse de que había alguien escondido. ¿Qué haría cuando llegase ese
momento? A lo mejor, si hubiera comunicado el shock, el castigo no hubiera sido
tan grave como ahora, que he ignorado al paciente y simplemente me he callado.
Fuera como fuera había un testigo en la habitación, el cual
era un peligro potencial para mi trabajo. Así que, con todo el dolor de mi
alma, tendría que proceder de igual forma que hice con aquel que se encontraba
justo encima de mí: silenciándolo.
Esperé al momento oportuno en el que se distrajera
contemplando el cadáver y tiré de sus tobillos. El golpe que se dio en la
cabeza al caer fue de ayuda, ya que quedó inconsciente. Seguidamente cogí una
silla y destrocé su cabeza con ella… Un homicidio más, y este con alevosía, la
cosa se complicaba…
Arrastré el cuerpo debajo de la cama y me limpié la suciedad
del pijama. Afortunadamente no se había manchado de sangre, por lo que podría
salir de allí y seguir teniendo altas posibilidades de ser considerado inocente.
O eso creía… No había nada a mi favor… El karma iba a por mí.
Una vez más el pomo giró. Sin poder regresar al escondite de
antes, no tuve más remedio que ocultarme en el cuarto de baño y cruzar los dedos
para que no me viera. Ver… ¡Diantres! Con este testigo sí que tendría que
pensar rápido. No había limpiado aquellos restos de sangre, fragmentos
craneales y trozos cerebrales.
Tragué saliva y me armé de valentía. Era la cirujana, que
había acudido para informar del estado actual de la lista de espera para el
implante hepático del paciente. ¿Qué tenía de especial? Era una gran compañera mía… Casi le iba a perdonar la vida, pero una testigo era una testigo, así que
salté sobre ella y le lancé una oleada salvaje de puñetazos que le dislocaron la
mandíbula y le trituraron la tráquea. No podía gritar, no podía respirar… Una tercera se añadía a mis antecedentes penales. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso no
iban a dejar de venir personas? ¿Cuántos más tendría que matar? Envuelto en
pura ansiedad nerviosa, comencé a dar vueltas por la habitación hasta que me
quedé quieto enfrente de una de las paredes en la que colgaba un peculiar
objeto que me sería de ayuda.

Sin cuerpo no hay delito, pero sin culpable no hay
remordimientos.
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