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Este hombre hacía siempre lo mismo, visitaba páginas de
contactos con un perfil falso en el que se hacía pasar por un jovencito de
quince años que buscaba pareja. Tanto sus fotos como su trato amable en las
conversaciones le hacían bastante afortunado en este tipo de páginas. Para él
era pan comido, un par de horas hilando un ovillo de falacias afectivas y al
día siguiente ambos, anzuelo y presa, ya habían determinado un lugar para
reunirse. Tras ello, con un poco de cloroformo, las llevaba sin dificultades a
un callejón oscuro y ahí abusaba con total libertad de ellas para después
matarlas cortándolas en pequeños trozos.
El pederasta vio a su nueva víctima doblar la esquina con
una amplia sonrisa. Quién iba a decirle a esa niña que el chico de sus sueños
era sólo un disfraz de oveja portado por un lobo sarnoso. Este, mientras se
relamía cual depredador lupino, se escondía entre los arbustos próximos y
mantenía la calma.
La niña, por su lado, finalmente se posó al lado de la señal
de ceda el paso en la que habían acordado el encuentro. Miraba de un lado a
otro con impaciencia, sus piernas temblaban, aún incrédula al saber que en
cuestión de minutos conocería a su perfecto príncipe.
La calle quedó exenta de gente y el hombre entró en acción.
Sus brazos surgieron del follaje y arrastraron a la desdichada niña. Una gasa
cubierta de cloroformo evitó que gritara y se agitase. Ya solamente faltaban la fase más sencilla de todo el proceso de caza.
Cuando llegaron no perdió el tiempo. La tendió sobre el
suelo y le desabrochó el pantalón. Seguidamente le dio unos suaves golpes para
despertarla. A él le gustaba que gritaran durante su tortura.
Sin embargo, lo único que consiguió despertándola fue
activar un ominoso mecanismo que le llevaría a la ruina. Sin esperárselo, la
niña, con una serie de movimientos característicos de una respetable habilidad en
artes marciales, le asestó cientos de puñetazos y patadas y concluyó
empujándole contra la pared. Con los huesos de sus piernas rotos no se movería
de allí, podía explicarle con tranquilidad todo lo acontecido al ensimismado
pederasta.
-Deja de mirarme con
esa cara de bobalicón. No es un hechizo ni nada por el estilo. Padezco hipopituitarismo,
y una de las consecuencias de ello es tener la apariencia física de una niña cuando
realmente soy una mujer hecha y derecha. Haciendo uso de esta patología me
dedico a fingir que caigo en vuestras trampas para luego contraatacar vuestros
atroces actos.
Él, ahora convertido en la presa, no sabía cómo reaccionar.
Las intenciones de esa pequeña eran reales, prueba de ello eran sus
magulladuras. En sus ojos, abiertos como platos, se reflejaba la mueca irónica
de ella.
-¿Sorprendido? Sí –continuó–. Tuve que volverme muy fría para
mantenerme impasible mientras me manoseabas. Fue duro, no puedo negarlo, pero
ya te lo he dicho, la recompensa es muy reconfortante.
-¡Piedad, por favor!
¡Recurre a tu humanidad!
-¿Piedad? ¿Humanidad?
¿Acaso tú fuiste piadoso con esas indefensas niñas que suplicaban que pararas?
¿Acaso tú fuiste humano cuando, tras propiciarles tal trauma, las
descuartizabas provocándoles un inmenso dolor? No… La única compasión que puedo
mantener contigo es la de no mandarte a la cárcel… Pero eso no quiere decir que
tu destino vaya a ser mejor.
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A partir de aquí el trabajo fue más fácil. Sin oposición
alguna de la víctima, la mujer desgarró su mesograstrio y comenzó a extraerle
las entrañas. Una vez su cuerpo estaba vacío, con su sangre y algunos trozos
viscerales, realizó un breve mensaje al lado del cadáver como aviso para
aquellos que compartieran sus mismos gustos sexuales.
Vuestra enfermedad no
conoce límites, mi sadismo tampoco.
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