
Doblé la esquina y suspiré. Era de esperar: otra cola
kilométrica hasta la entrada de la carnicería. No me explico cómo puede tener
excedentes suficientes cada día para satisfacer a esta manada de carnívoros.
Hasta venía gente de otras ciudades para comprar aquí. Había que admitirlo,
este señor, en cuestión de unos pocos meses, se iba a hacer de oro.
Y no era sólo el sabor y la textura, sino el precio de sus
productos. Prácticamente los regalaba,
eran unos precios ridículamente bajos. Calidad y barato, dos términos
incompatibles que él había conseguido ligar.
Por mi lado, esperaba que no se contagiara por la enfermiza
avaricia. Era evidente que pronto tendría el suficiente dinero para abrir
nuevas tiendas o incluso iniciar una empresa multinacional de importación
cárnica. Me era indiferente siempre y cuando mantuviera esta carnicería y no la
cerrara, y, a poder ser, que siguiera él como el trabajador principal.
Huelga decir que su trato también era impecable. No sólo con
los compradores, sino con los vagabundos de los alrededores. Se veía que,
aunque la demanda de productos diaria fuese cuantiosa, siempre tenía reservas
para aquellos vagabundos que no podían permitirse acudir a una tienda para
gastar.
No sé con certeza qué pasaba, pero les debía ayudar más allá
de una ofrenda gratuita de carne, ya que nunca más se les veía rondar por la
calles. Seguramente los llevaría a esas residencias de bajo precio que había
por la periferia. Últimamente se decía que habían adoptado medidas para acoger
a gente de las calles que tuviera ingresos monetarios mínimos o, en ciertos
casos, inexistentes.
Era un buen hombre, sin duda. Y finalmente llegó mi turno.
Entré y le saludé calurosamente. Pero, justo antes de hacer el pedido, me dijo
que esperara un segundo, ya que tenía que hacer un recado en el otro lado de
la calle. Bueno… la espera merecería de pena, y no sería nada comparada a la
media hora que había estado en la cola.
Cuando salió se le olvidó cerrar la puerta de la trastienda.
Sabía que estaba mal, pero me picaba la curiosidad, me intrigaba conocer el
procesado de la carne y averiguar si añadía algún ingrediente especial para que
su sabor fuera tan aclamado.
Me cercioré de que no venía y me asomé. Lo que pude ver allí
fue nauseabundo… El suelo, la pared, y hasta el techo, teñidos de rojo. Las
mesas metálicas abarrotadas de trozos humanos mutilados. Los cuchillos y demás
herramientas impregnadas de piel humana y tejido visceral.

Callarme y continuar deleitándome con tamaño manjar o
denunciarlo. He ahí la cuestión.
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