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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Microdemencia: Sangre

Hoy tocaba hacer otra visita a esa nueva carnicería que había abierto a dos calles de distancia de mi manzana. A pesar del poco tiempo que llevaba inaugurada, su fama había crecido como la espuma. Nadie sabía cómo trataba la carne el carnicero, pero se veía que sus cuidados y métodos de conservación eran de auténtica calidad. Jamás antes en mi vida había probado filetes tan suculentos y charcutería tan jugosa.

Doblé la esquina y suspiré. Era de esperar: otra cola kilométrica hasta la entrada de la carnicería. No me explico cómo puede tener excedentes suficientes cada día para satisfacer a esta manada de carnívoros. Hasta venía gente de otras ciudades para comprar aquí. Había que admitirlo, este señor, en cuestión de unos pocos meses, se iba a hacer de oro.

Y no era sólo el sabor y la textura, sino el precio de sus productos.  Prácticamente los regalaba, eran unos precios ridículamente bajos. Calidad y barato, dos términos incompatibles que él había conseguido ligar.

Por mi lado, esperaba que no se contagiara por la enfermiza avaricia. Era evidente que pronto tendría el suficiente dinero para abrir nuevas tiendas o incluso iniciar una empresa multinacional de importación cárnica. Me era indiferente siempre y cuando mantuviera esta carnicería y no la cerrara, y, a poder ser, que siguiera él como el trabajador principal.

Huelga decir que su trato también era impecable. No sólo con los compradores, sino con los vagabundos de los alrededores. Se veía que, aunque la demanda de productos diaria fuese cuantiosa, siempre tenía reservas para aquellos vagabundos que no podían permitirse acudir a una tienda para gastar.

No sé con certeza qué pasaba, pero les debía ayudar más allá de una ofrenda gratuita de carne, ya que nunca más se les veía rondar por la calles. Seguramente los llevaría a esas residencias de bajo precio que había por la periferia. Últimamente se decía que habían adoptado medidas para acoger a gente de las calles que tuviera ingresos monetarios mínimos o, en ciertos casos, inexistentes.

Era un buen hombre, sin duda. Y finalmente llegó mi turno. Entré y le saludé calurosamente. Pero, justo antes de hacer el pedido, me dijo que esperara un segundo, ya que tenía que hacer un recado en el otro lado de la calle. Bueno… la espera merecería de pena, y no sería nada comparada a la media hora que había estado en la cola.

Cuando salió se le olvidó cerrar la puerta de la trastienda. Sabía que estaba mal, pero me picaba la curiosidad, me intrigaba conocer el procesado de la carne y averiguar si añadía algún ingrediente especial para que su sabor fuera tan aclamado.

Me cercioré de que no venía y me asomé. Lo que pude ver allí fue nauseabundo… El suelo, la pared, y hasta el techo, teñidos de rojo. Las mesas metálicas abarrotadas de trozos humanos mutilados. Los cuchillos y demás herramientas impregnadas de piel humana y tejido visceral.

Ya lo comprendía todo… Estaba íntimamente relacionado el descenso brusco de la población indigente con la inacabable cantidad de productos que traía a su tienda. Esa carne pertenecía a humanos… Los llevaba a la trastienda y los descuartizaba sin compasión para luego filetearlos o embutir sus tripas. Por una parte, se me revolvía el estómago, pero, por otra, debía admitir que, aunque humana, la elaboración de la carne que él hacía resultaba en platos increíblemente sabrosos… Difícil dicotomía moral la que se me presentaba... 

Callarme y continuar deleitándome con tamaño manjar o denunciarlo. He ahí la cuestión.

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