
Sin embargo, esto fue una mala opción. Al parecer, el piloto
no estaba muy habituado a este tipo de viajes. La niebla lo dificultó todo y,
antes de que nos diésemos cuenta, una de las alas había quedado destrozada a
causa de un intento fallido por evitar colisionar contra el pico de una
montaña. A los pocos segundos habíamos impactado contra el nevado suelo. Todos
salimos con heridas medianamente leves, excepto un fallecido: el piloto.
Cuando nos recuperamos de las magulladuras regresamos a los
escombros para buscar algo de utilidad. La caja con los alimentos,
desgraciadamente, no había sobrevivido al viaje; el lugar donde se encontraba
estaba completamente calcinado. Además de ello, tampoco hallamos ningún
dispositivo de comunicación que no hubiera sufrido daños. Esperar a que la
suerte estuviera de nuestra parte era lo único que podíamos hacer, aparte de
mantenernos calientes y con fuerzas.
Transcurrió una semana y no había ningún indicio de que estuvieran
rastreándonos. Podíamos saciar la sed con la nieve del lugar, pero no había
forma alguna de aplacar nuestra hambre. Fue entonces cuando a uno del grupo se
le ocurrió una macabra, y, sin embargo, racional, idea para sobrevivir: el
canibalismo.
Al principio el resto nos opusimos con firmeza, pero él, muy
detenidamente y con calma, explicó que analizando nuestra situación sólo había dos salidas. La primera era obviar el canibalismo y aguardar a la muerte, la
cual se toparía con nueve cadáveres refrigerados. La otra opción era recurrir
cada dos semanas a un “juego” en el que había que elegir unas cuerdas que había
encontrado en el avión. El que sacara la cuerda más corta debería sacrificarse
y no comer hasta morir, para así formar parte del alimento que mantendría con
vida al resto.
Explicado así algo fallaba. Lo de las cuerdas podía
aplicarse una vez tuviésemos alimento, pero ¿qué comida iba a entrar en juego
en la primera “ronda” si no había nada? Ahí fue cuando su determinación nos
dejó atónitos. No tardó ni un segundo en señalar hacia el avión, justo donde se
encontraba el gélido cuerpo del piloto. Jugaríamos a la cuerda más corta, y el
que la sacara no podría comerse su carne.
Angustiados por la muerte, el azar nos parecía una salida
viable para sobrevivir. Acordamos que, pasara lo que pasara, todos aceptaríamos
el resultado. Fue horrible ver las caras de los desafortunados cada vez que
tocaba seleccionar el próximo muerto.
Cada dos semanas alguien era sentenciado por un
insignificante trozo de cuerda. No obstante, los demás, aunque alimentándonos,
nos nutríamos de manera deficiente, y, por mucha carne que pudiésemos consumir,
cuya ración individual aumentaba conforme pasaba el tiempo, no se podía evitar
el debilitamiento que teníamos.
En cambio, había alguien que parecía igual de sano que el
mismo día del accidente. Era, precisamente, aquel que ideó esto del
canibalismo. Era mi amigo, sí, pero eso no impedía que sospechara que algo raro
ocurría, ¿o acaso su metabolismo le proporcionaba una absorción más eficaz de
los nutrientes que consumía?
Éramos ya solamente él y yo cuando vimos un helicóptero sobrevolar
la zona. Nos habían divisado. Un megáfono resonó. Afirmaban que en cuestión de
un día nos sacarían de allí. Habíamos conseguido sobrevivir después de los
meses de pesadilla que habíamos vivido. Nunca se me quitaría el sabor de sus
cadáveres en mi boca… Esa experiencia quedaría en mis memorias para siempre…
imborrable.
Pero aún tenía una espina clavada. A pesar del inminente rescate,
quería llegar al quid de la cuestión con respecto a la vitalidad de mi
compañero. Había llegado a la conclusión de que su truco lo ponía en marcha por
la noche, cuando los demás, ahora solo yo, dormíamos. Así que fue tan fácil
como hacerle creer que estaba plácidamente dormido.
Le vi dirigirse a un pequeño montículo y remover el terreno
para sacar algo. Después me dio la espalda, por lo que no pude ver el resto. No
obstante, con eso me era suficiente. Aguanté un par de horas, ya una vez había
vuelto a su saco, hasta comprobar que ya no estaba despierto y me dirigí al
montículo.
Escarbé en la nieve. Mis sospechas se confirmaron. La caja
de alimentos no se había carbonizado, sino que él la había escondido. No
quedaban muchos productos, por lo que seguramente, además de la carne humana,
había estado recurriendo a esta nevera cuando le aumentaba el apetito… Tenía
que hablarle muy seriamente; esta acción, indirectamente, había provocado, o
acelerado a lo sumo, la defunción de ocho personas. Me aproximé a su saco de
dormir y le desperté, de mal humor.
-¡Por eso eres el
único que aún no está débil! –aseguré sosteniendo en mi mano una lata de
melocotones en almíbar–. ¿Por qué
escondías estos víveres? Podríamos haber aplazado el canibalismo…
-Eso hubiera estado
muy mal –afirmó con altivez–. ¿Para qué
iba a ofreceros alimentos? Eso os mantendría con vida, y a mí lo que me
interesaba era mataros por inanición.
-Tío… ¿qué estás
diciendo? Te… te está afectando este aislamiento… sí, debe ser eso.
-Mi dieta se ha basado
principalmente en azúcares. Mi cerebro sigue completamente funcional. Sé lo que
digo, pero me parece que tú no sabes quién soy. Recuerda, camarada, recuerda…
Todas esas veces que lamía con placer la sangre de mis heridas, mi apetencia
por la carne extremadamente cruda, mis mordiscos “de broma”…

-Espera, espera… ya
has devorado a ocho personas. Por favor… Deja ese pico en el suelo… No… ¡No!
¡NO!
-No veo el momento de
hincarte el diente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario