La misma frase hipócrita que me despertaba todos los días… Abría
los ojos. Permanecía en el lugar de siempre. Las palmas de mis manos seguían
atravesadas por dos gruesos clavos que me sujetaban en la pared más cercana al
suelo, mientras que mis tobillos se mantenían en carne viva por las constantes
rozaduras con esos grilletes oxidados, cuyas cadenas llegaban al techo.
Oh, lo siento. Posiblemente hayáis imaginado algo que no es.
Con esa descripción me habréis imaginado cabeza abajo. Ojalá fuera así, de esa
forma hubiera tenido la suerte de que, con el acúmulo de sangre en ella, me
hubiera estallado una arteria y una hemorragia craneal me hubiera liberado de
este calvario.
Me explicaré mejor. Es sencillo, simplemente tenéis que colocar
las piernas donde estarían los brazos y viceversa. ¿Una mutación? No, más bien
un demente que tuvo la genial idea de escoger a su vecino de al lado para poner
a prueba sus mediocres técnicas médico-quirúrgicas.
Recuerdo la vez que vi, no sé dónde, a una mujer a la que le
hicieron esto mismo. Se me encogió el corazón. No me hacía a la idea de que a
alguien se le hubiera pasado por la mente acto tan macabro. Sin embargo, ahí
estaba yo, con un intercambio de miembros cuyo proceso de amputación y
reinserción fue algo en donde el adjetivo doloroso se quedaba extremadamente
corto.
Cada día la sesión de quirófano ofrecía algo distinto, pese
a la semejanza ponzoñosa de las intervenciones. Apenas tenía ya nervios
funcionales, la mayoría había colapsado por la ingente información que se enviaba a mi encéfalo. Había superado el umbral del dolor tantas veces que
apostaría que, si una motosierra me cortaba por la mitad, ni lo sentiría…
Para mí esto suponía una ventaja a la hora de afrontar mi
letal rutina. Pero se veía que al cirujano eso le incomodaba. Tal vez por eso
le despidieron. En mi vida había visto un profesional sanitario que, en vez de
desear que su paciente no sufriera, ansiase todo lo contrario.
Yo, inocente, consciente de ello, fingía que me dolía,
gritaba para que se pensase que con eso era suficiente. No obstante, sin saber
cómo, él se percataba a menudo de que pretendía engañarle, así que abría partes
de mi cuerpo donde se hallaban nervios importantes, aún intactos, sin que sus repulsivas
y endemoniadas manos los hubieran punzado antes, y los retorcía con malicia
para que me agitara ante tan intensa agonía.
Así era siempre… La noche llegaba y la Luna emergía en la
oscuridad. La observaba desde un pequeño ventanal, rezándola, suplicándola,
anhelando que todo acabara lo antes posible… Mis fuerzas se habían derretido
sobre un plato de porcelana fabricado con los fragmentos cristalizados de mi
corazón, cuyos latidos, casi imperceptibles, eran quejidos que dejaban escapar
en pequeñas dosis mi esencia vital.
Ya no tenía voz que emitir, lágrimas que derramar, tacto que
sentir… Me había convertido en un saco de carne para su total uso y disfrute…
Un saco de carne vivo al que las horas le parecían eones y cuyo sufrimiento
trascendía a una escala sobrehumana…
Finalmente, un día, uno en el que ni siquiera me despertó con
esa frase que me ponía tan irascible, se acercó a mí con un extraño rostro
apenado. ¿Sentía pena por mí después de todo lo que me había torturado? Su
locura había implosionado y había triturado su cerebro, no había otra opción.
Me revolví, asustado por lo que iba a hacerme, sin embargo, no portaba en su
mano ningún instrumento horripilante. Colocó las manos sobre mis “muslos-brazos” y
agachó la cabeza. Juraría que hasta se le escapó alguna que otra lágrima.
Inspiró una gran bocanada de aire y me habló. Tras tantos meses de completa
ignorancia hacia mis plegarias, al fin daba señales de que sabía a la perfección
que estaba vivo y sufría, aunque eso no auguraba nada bueno.
-Me apena tener que
decirte esto, pero ya no puedo hacer nada más contigo. Te he cosido tantas
veces, he abierto en repetidas ocasiones el mismo epitelio que todavía ni había
cicatrizado, he cambiado trozos de carne aquí y allá. Por desgracia, todas
estas prácticas provocaban un desgaste en tu cuerpo…
-¿A… a qué te
refieres? ¿Qué pretendes hacer?
-Llega un momento en
todo juguete en el que ya, ni reparándolo, funciona como antes. Y es que no puedo hacer nada más al respecto, de verdad. Me temo que es el momento de cambiarte por otro. Tendré
que quitarte las pilas y no reponerlas nunca más.
No sabía si gritar por mi inminente ejecución o suspirar
aliviado, sabiendo que ya mi tortura llegaba a su fin…
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