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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Suturas

-Pido perdón de antemano por las injurias que pueda cometer sobre su alma.

La misma frase hipócrita que me despertaba todos los días… Abría los ojos. Permanecía en el lugar de siempre. Las palmas de mis manos seguían atravesadas por dos gruesos clavos que me sujetaban en la pared más cercana al suelo, mientras que mis tobillos se mantenían en carne viva por las constantes rozaduras con esos grilletes oxidados, cuyas cadenas llegaban al techo.

Oh, lo siento. Posiblemente hayáis imaginado algo que no es. Con esa descripción me habréis imaginado cabeza abajo. Ojalá fuera así, de esa forma hubiera tenido la suerte de que, con el acúmulo de sangre en ella, me hubiera estallado una arteria y una hemorragia craneal me hubiera liberado de este calvario.

Me explicaré mejor. Es sencillo, simplemente tenéis que colocar las piernas donde estarían los brazos y viceversa. ¿Una mutación? No, más bien un demente que tuvo la genial idea de escoger a su vecino de al lado para poner a prueba sus mediocres técnicas médico-quirúrgicas.

Recuerdo la vez que vi, no sé dónde, a una mujer a la que le hicieron esto mismo. Se me encogió el corazón. No me hacía a la idea de que a alguien se le hubiera pasado por la mente acto tan macabro. Sin embargo, ahí estaba yo, con un intercambio de miembros cuyo proceso de amputación y reinserción fue algo en donde el adjetivo doloroso se quedaba extremadamente corto.

Cada día la sesión de quirófano ofrecía algo distinto, pese a la semejanza ponzoñosa de las intervenciones. Apenas tenía ya nervios funcionales, la mayoría había colapsado por la ingente información que se enviaba a mi encéfalo. Había superado el umbral del dolor tantas veces que apostaría que, si una motosierra me cortaba por la mitad, ni lo sentiría…

Para mí esto suponía una ventaja a la hora de afrontar mi letal rutina. Pero se veía que al cirujano eso le incomodaba. Tal vez por eso le despidieron. En mi vida había visto un profesional sanitario que, en vez de desear que su paciente no sufriera, ansiase todo lo contrario.

Yo, inocente, consciente de ello, fingía que me dolía, gritaba para que se pensase que con eso era suficiente. No obstante, sin saber cómo, él se percataba a menudo de que pretendía engañarle, así que abría partes de mi cuerpo donde se hallaban nervios importantes, aún intactos, sin que sus repulsivas y endemoniadas manos los hubieran punzado antes, y los retorcía con malicia para que me agitara ante tan intensa agonía.

Así era siempre… La noche llegaba y la Luna emergía en la oscuridad. La observaba desde un pequeño ventanal, rezándola, suplicándola, anhelando que todo acabara lo antes posible… Mis fuerzas se habían derretido sobre un plato de porcelana fabricado con los fragmentos cristalizados de mi corazón, cuyos latidos, casi imperceptibles, eran quejidos que dejaban escapar en pequeñas dosis mi esencia vital.

Ya no tenía voz que emitir, lágrimas que derramar, tacto que sentir… Me había convertido en un saco de carne para su total uso y disfrute… Un saco de carne vivo al que las horas le parecían eones y cuyo sufrimiento trascendía a una escala sobrehumana…

Finalmente, un día, uno en el que ni siquiera me despertó con esa frase que me ponía tan irascible, se acercó a mí con un extraño rostro apenado. ¿Sentía pena por mí después de todo lo que me había torturado? Su locura había implosionado y había triturado su cerebro, no había otra opción. Me revolví, asustado por lo que iba a hacerme, sin embargo, no portaba en su mano ningún instrumento horripilante. Colocó las manos sobre mis “muslos-brazos” y agachó la cabeza. Juraría que hasta se le escapó alguna que otra lágrima. Inspiró una gran bocanada de aire y me habló. Tras tantos meses de completa ignorancia hacia mis plegarias, al fin daba señales de que sabía a la perfección que estaba vivo y sufría, aunque eso no auguraba nada bueno.

-Me apena tener que decirte esto, pero ya no puedo hacer nada más contigo. Te he cosido tantas veces, he abierto en repetidas ocasiones el mismo epitelio que todavía ni había cicatrizado, he cambiado trozos de carne aquí y allá. Por desgracia, todas estas prácticas provocaban un desgaste en tu cuerpo…

-¿A… a qué te refieres? ¿Qué pretendes hacer?

-Llega un momento en todo juguete en el que ya, ni reparándolo, funciona como antes. Y es que no puedo hacer nada más al respecto, de verdad. Me temo que es el momento de cambiarte por otro. Tendré que quitarte las pilas y no reponerlas nunca más.

No sabía si gritar por mi inminente ejecución o suspirar aliviado, sabiendo que ya mi tortura llegaba a su fin… 

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