
Siguen resultando un poco molestos, ni a la hora de morir
con dignidad se callan. Pero tengo que admitir que así resulta más curioso.
Incluso antes de exhalar sus últimos alientos la gran mayoría actúa de la
misma forma. Es decir, dejando a un lado la psicofisiología y las pintorescas
fases del duelo, pensaba que hallaría reacciones diferentes al colocarles una
punta de pistola en sus sienes.
Es muy desalentador ver que no, que ni a sabiendas de lo
inminente son capaces de madurar y abandonar de una vez por todas esa idiosincrasia
infantiloide. Patético. Al menos con los profesores fue diferente, algunos
hasta siguieron de pie, en actitud protectora, teniendo en su vientre un
cartucho entero de balas incrustado.
Aunque bueno… poniéndome un poco optimista, gracias a la
inexistente resistencia que oponen mis “compañeros”, espero que me dé tiempo a
exterminarlos a todos sin prestar atención a la llegada de la policía. Parece
que va a ser de utilidad eso de que nuestra Facultad esté construida a
kilómetros de la ciudad.
No obstante, seguía yendo a contrarreloj. Empezó todo muy
rápido, sin problemas. Estaba sentado en la última fila del aula, nadie me vio
sacar de mi cartera las dos pistolas. Primero cayó el profesor y luego los que
se iban aproximando a las puertas para escapar. Claro, era un recinto cerrado,
fue sencillo con los veinte primeros, pero después los alaridos causaron un
desperdigamiento del resto de estudiantes. Sumando personal de limpieza,
profesorado y visitantes, y restando alguna rata escurridiza que lograse salir…
difícilmente sobrepasarían a la centena. Y yo sólo llevaba la mitad.
Entré a los laboratorios. Seguro que me encontraba a los
típicos ensimismados con los estudios repasando los seminarios. (Eso me
recuerda que luego tendría que pasar por la biblioteca. Fijo que algunos se
habrían escondido allí. Con asiduidad muchos adoptaban este hábito por medio de
los libros). Abrí la puerta del primer laboratorio y bingo. Cuatro temblorosos
y, pronto ya no, futuros químicos recibieron la bienvenida de mis pequeñas amigas.
Sus batas quedaron adornadas con vívidos lunares carmesíes. Respecto a los
otros cinco laboratorios, la suerte de encontrar presas fue más o menos
similar. Quedarían, tras esto, unos veinticinco estudiantes aproximadamente,
cadáver arriba o abajo.
Desgraciadamente, mientras caminaba hacia la biblioteca,
escuché sirenas en la lejanía. La policía se dio más prisa de la que esperaba,
eso no era bueno, iban a chafarme mi tiempo de ocio. Recargué las armas y
aceleré el paso. Irrumpí en la biblioteca y sin dar ningún respiro acribillé a
todo lo que se moviera.
Fue gracioso ver a uno que estaba de cara a la pared con los
codos clavados entre un libro y los auriculares a un volumen nocivo. Era como
si se hallara en un mundo distinto a la realidad sangrienta que estaba
ocurriendo a su alrededor. Tan absorto en su mente que apuesto a que ni
percibió el calor del cañón apoyado en su nuca y la posterior bala que cercenó
su espina dorsal.
No cumplí mi cometido, sobrevivieron demasiados para mi
gusto. De hecho, algunos seguían correteando como gallinas sin cabeza por los
pasillos de la Facultad. Pero el cronómetro llegó a cero. Las pisadas de las
botas resonaban en la entrada; órdenes y el desenfundar de sus pistolas
reglamentarias, me buscaban. ¿No sería irritante tratar de capturar con vida al
lobo y encontrarle muerto, empachado por devorar tantas ovejas? Sí. El único
juez legítimo de tus actos has de ser, en última instancia, tú y sólo tú.
¡Bang!
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