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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 6 de febrero de 2014

Microdemencia: Munición

Aprieto el gatillo, la bala va girando a través del cañón y sale hacia la diana. Si llevo bien las cuentas, ese era el quincuagésimo. Si hubiera llegado a adivinar que iba a resultar tan sencillo entrar en mi Facultad y matar a todos, no me hubiera reprimido durante tanto tiempo. Oh… qué desahogo ahora…

Siguen resultando un poco molestos, ni a la hora de morir con dignidad se callan. Pero tengo que admitir que así resulta más curioso. Incluso antes de exhalar sus últimos alientos la gran mayoría actúa de la misma forma. Es decir, dejando a un lado la psicofisiología y las pintorescas fases del duelo, pensaba que hallaría reacciones diferentes al colocarles una punta de pistola en sus sienes.

Es muy desalentador ver que no, que ni a sabiendas de lo inminente son capaces de madurar y abandonar de una vez por todas esa idiosincrasia infantiloide. Patético. Al menos con los profesores fue diferente, algunos hasta siguieron de pie, en actitud protectora, teniendo en su vientre un cartucho entero de balas incrustado.

Aunque bueno… poniéndome un poco optimista, gracias a la inexistente resistencia que oponen mis “compañeros”, espero que me dé tiempo a exterminarlos a todos sin prestar atención a la llegada de la policía. Parece que va a ser de utilidad eso de que nuestra Facultad esté construida a kilómetros de la ciudad.

No obstante, seguía yendo a contrarreloj. Empezó todo muy rápido, sin problemas. Estaba sentado en la última fila del aula, nadie me vio sacar de mi cartera las dos pistolas. Primero cayó el profesor y luego los que se iban aproximando a las puertas para escapar. Claro, era un recinto cerrado, fue sencillo con los veinte primeros, pero después los alaridos causaron un desperdigamiento del resto de estudiantes. Sumando personal de limpieza, profesorado y visitantes, y restando alguna rata escurridiza que lograse salir… difícilmente sobrepasarían a la centena. Y yo sólo llevaba la mitad.

Entré a los laboratorios. Seguro que me encontraba a los típicos ensimismados con los estudios repasando los seminarios. (Eso me recuerda que luego tendría que pasar por la biblioteca. Fijo que algunos se habrían escondido allí. Con asiduidad muchos adoptaban este hábito por medio de los libros). Abrí la puerta del primer laboratorio y bingo. Cuatro temblorosos y, pronto ya no, futuros químicos recibieron la bienvenida de mis pequeñas amigas. Sus batas quedaron adornadas con vívidos lunares carmesíes. Respecto a los otros cinco laboratorios, la suerte de encontrar presas fue más o menos similar. Quedarían, tras esto, unos veinticinco estudiantes aproximadamente, cadáver arriba o abajo.

Desgraciadamente, mientras caminaba hacia la biblioteca, escuché sirenas en la lejanía. La policía se dio más prisa de la que esperaba, eso no era bueno, iban a chafarme mi tiempo de ocio. Recargué las armas y aceleré el paso. Irrumpí en la biblioteca y sin dar ningún respiro acribillé a todo lo que se moviera.

Fue gracioso ver a uno que estaba de cara a la pared con los codos clavados entre un libro y los auriculares a un volumen nocivo. Era como si se hallara en un mundo distinto a la realidad sangrienta que estaba ocurriendo a su alrededor. Tan absorto en su mente que apuesto a que ni percibió el calor del cañón apoyado en su nuca y la posterior bala que cercenó su espina dorsal.

No cumplí mi cometido, sobrevivieron demasiados para mi gusto. De hecho, algunos seguían correteando como gallinas sin cabeza por los pasillos de la Facultad. Pero el cronómetro llegó a cero. Las pisadas de las botas resonaban en la entrada; órdenes y el desenfundar de sus pistolas reglamentarias, me buscaban. ¿No sería irritante tratar de capturar con vida al lobo y encontrarle muerto, empachado por devorar tantas ovejas? Sí. El único juez legítimo de tus actos has de ser, en última instancia, tú y sólo tú.

¡Bang!

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